
Una baronesa que jamás ha sido elegida en las urnas para un cargo público y un primer ministro monárquico y desconocido en el mundo son desde hoy la nueva cara de Europa. A priori, no parecen los mejores candidatos. Lo malo es que nunca los ha habido. El proceso de decisión ha sido cosa de 27 jefes de Gobierno que en ningún momento han planteado un verdadero debate público sobre las cualidades de los aspirantes o sobre las necesidades actuales.
El nuevo director de orquesta, Herman van Rompuy, no marcará nunca el compás. Se reivindica «discreto» y sus padrinos lo califican como un «artífice de consensos», un eufemismo de manipulable, mediador entre ferreas voluntades. Sólo el carisma dudosamente conveniente de Tony Blair (y su responsabilidad en la guerra de Irak) habrían dado algo de juego.
Catherine Ashton, la sucesora de Solana, parece no saber bailar al ritmo de ningún compás. Su experiencia en política internacional se limita a sus viajes como comisaria de Comercio en un año de mandato al que accedió como recambio al titular de la cartera. No se le recuerdan méritos, pero tampoco deméritos, lo que es quizás más deshonroso.
Ante los periodistas, tres hombres y una mujer. El primer ministro sueco, hasta ahora presidente semestral de la UE (rol que se mantendrá en convivencia con Van Rompuy), el presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, y los dos premiados. ¿A quién de los cuatro llamará Obama cuando quiera llamar a Europa? Van Rompuy se adelantó a todos y aseguró estar esperando ya esa llamada. No está claro que se vaya a producir, del mismo modo que no parece que los dos nuevos líderes representen mejor a los 500 millones de europeos que ni han tenido nada que ver en la elección ni se percatarán de sus efectos en los próximos años.
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